Fácil es imaginarse lo que se reprochaba a los hebreos severamente, y por qué Dios no quería ofrenda de ellos: Y esta otra vez haréis cubrir el altar de Yahvé de lágrimas, de llanto y de clamor; así que no miraré más a la ofrenda, para aceptarla con gusto de vuestra mano.
Mas diréis: ¿por qué? Porque Yahvé ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto.
¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud.
Porque Yahvé, Dios de Israel ha dicho que aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido, dijo Yahvé de los ejércitos. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales. (Malaquías 8,12 al 16).
Un clamor de dolor y desesperación, se levantaba ante el altar de Dios por parte de aquellas pobres mujeres, que se veían en la calle, sin esposo, sin casa, sin sus hijos que quedaban en poder del varón. Eso era lo que Jesús denostó cuando la pregunta de los fariseos. ¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa? (Mateo 19,3).
No hablaban de divorcio, sino de repudio. No es, y no era lícito al hombre repudiar. La enseñanza es clara. Sobre una pregunta concreta, hay una concreta respuesta. Jesús no dice nada contra lo que antes estaba escrito en la Ley y los profetas, como hemos visto anteriormente en el texto bíblico de Malaquías. Sobre los cimientos de “La Ley ”, dio a todo, su correcto sentido y su aplicación conveniente en la recta dirección del nuevo pacto.
El repudio era un salvaje acontecer, corriente entre los judíos, que Moisés, un legislador bueno, comprensivo y humano, permitió por causa de sus duros corazones, prescribiendo el libelo o documento de repudio.
Al menos, cuando fuese repudiada, la mujer tendría por decirlo así, una carta en la que se especificaría el motivo del repudio. Si este era por motivos banales, la esposa podría reivindicar su honor y sus capacidades, y el esposo se tendría que pensar muy bien lo que escribía.
Si fuera por motivos reales que la degradasen, la mujer se guardaría muy mucho de comportarse mal en algo que, de producirse el repudio, pudiera deshonrarla con las habituales y crudelísimas consecuencias para la mujer, en aquel tiempo. Y esto último en el caso de las mujeres israelitas, pero no así en las naciones paganas, cuyas legislaciones en este asunto eran sencillamente tratar a la mujer como un animal o una esclava.
A menos claro que fuese importante o el esposo estuviese muy enamorado. Generalmente este, cuando conocía a otra mucho más joven, y por su juventud más bella y apetecible, dejaba de lado a la mujer o concubina más antigua y le negaba el débito conyugal.
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