Hoy, el divorcio (que no es más que el repudio mutuo legal de la sociedad descristianizada), parece que casi siempre se promueve en los países occidentales, mayormente por parte de la mujer, a causa de una legislación que, contrariamente al repudio hebreo, la favorece.
Esta ley actual invierte los términos en contra del varón que (como entonces la mujer), pierde al momento derecho a hijos, casa, etc. y se convierte en tributario de su mujer. La ley, como dice Pablo apóstol, no perfeccionó nada.
Quien obtiene una ventaja, no se desprende de ella sino solo por la fuerza. «Si eres yunque aguanta; si eres martillo, golpea». Esta es la filosofía del mundo. Implacables, inventores de males, crueles, etc. ¡Para qué enumerar aquí las sevicias que se perpetran en el mundo!
No entramos en la conveniencia de proteger a la mujer, pues no es este el lugar. La protección de todo derecho, es la justicia y la equidad. En otro lugar hablaremos de ello. Aquí solo apuntaremos brevemente, que no se puede confundir la igualdad con la equidad.
La igualdad significa una injusticia, dando a todos lo mismo les guste o no. Las necesidades se resuelven con la equidad, es decir dar a cada uno lo que le es conveniente, de su conveniencia, gusto o preferencia. Es decir, libertad.
En tiempos de Jesús, el repudio era cosa corriente en las familias judías, así como en muchos otros pueblos paganos. El marido, en aquel tiempo, era dueño absoluto de todo en el hogar, y engendraba hijos en su esposa o concubinas, que por supuesto le pertenecían, como también los hijos.
La esposa tenía un rango principal, ante las demás esposas secundarias y las concubinas, pero ante el varón estaba prácticamente inerme. No digamos ya la situación de las concubinas y asimiladas. Por cualquier causa podían ser repudiadas y «despedidas».
Es fácil imaginarse a una pobre mujer, echada a la calle y sin derechos ni hijos, que quedaban en manos y propiedad del varón. No es posible para nosotros imaginar el dolor y la desesperación, de estas mujeres despojadas de todo, y en muchas ocasiones arrojadas al arroyo.
Podemos tal vez, imaginar la situación de estas mujeres aborrecidas en la comunidad en la que vivían, y las calumnias y desprecios que levantaban. Algo tan atroz, que algunas se dedicaban a la prostitución.
Otras se enredaban con el primero que pudiese socorrerlas, pero los hijos y todo lo demás, que trabajosamente hubiesen obtenido, quedaban perdidos para siempre. Dependían de la mayor, menor, o nula generosidad del marido. Y la experiencia y la historia, nos dice que la generosidad no es la característica de los tiempos.
Ni podemos calcular, en lo que esta situación tan inestable y tan plagada de peligros en la convivencia producía en toda mujer, cualquiera que fuese su status en la familia. El señor de la casa era el padre, y las mujeres aunque entre sí tenían su status, realmente poco podían hacer salvo una preferencia amorosa como Jacob con Rebeca.
Miedo, sin paliativos y sin limitación a los errores propios, o a cualquier carácter atrabiliario (véase Nabal, el esposo de Abigail), era lo que determinaba el destino y la vida de cada mujer. Una tortura constante, un miedo irreprimible, y un corazón rasgado y aplastado.
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