miércoles, 4 de enero de 2012


LA PUREZA DEL EVANGELIO


La pureza exigida al creyente cristiano (rey y sacerdote), es semejante a la pureza que se le exigía al sacerdote antiguo que ministraba en el templo: Con una mujer ramera o infame no se casarán, ni con mujer repudiada por su marido, porque el sacerdote está consagrado a su Dios. (Levítico 21,7). A partir de integrarse en el nuevo pacto, el creyente solo contrae matrimonio con una sola mujer.

Y es que el cristianismo no nació como una nueva religión, sino que era una legítima interpretación de la religión judaica. El cristianismo interpretó la Escritura desde el mandamiento del amor, que mandó Jesús como precepto nuevo.

Era la renovación de la Vieja Alianza entre Dios y el pueblo hebreo, pero sustentado en la verdad, en la justicia y en el amor. Y en el que entraba todo ser humano cualquiera que fuera su raza, su tierra, o costumbres de familia, y no solo los israelitas.

Jesús resumía todos los planteamientos de los mandamientos anteriores, y les daba su justa interpretación y aplicación. El amor sustituye sobradamente al mandamiento, pero si no hay amor, el mandamiento sigue rigiendo. Eso es la nueva alianza o pacto con Dios. Algo muy serio.

En el mandamiento del amor no cabe el daño y la vejación que supone, para una mujer, la introducción de una nueva esposa que, naturalmente sería una rival, con las consecuencias que se pueden derivar y que son comprensibles para cualquiera. Ningún hombre normal aceptaría la versión contraria, de que su esposa tuviera otro esposo.

Solamente hay que dar valor primordial, al mandamiento de hacer a los demás lo que queramos que se haga con nosotros. Si queremos honra, hemos de dar honra; si amor, hemos de dar amor; si delicadeza, demos delicadeza, y si no queremos que nos hagan agravio, hemos de no hacerlo nosotros.

¡Pero, si es muy fácil! El orden lo marca, bellísima y adecuadamente la misma Escritura, de modo que es imposible errar. No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley.

Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor. (Romanos. 13,10).

El precepto del amor es crudo, seco y abrupto. Hasta implacable en ocasiones, pero es el comodín que gana todas las partidas. Los mandamientos son unas normas concretas, que facilitan la puesta en práctica de tan colosal y resolutivo mandato.

Cuando en la antigua, que no periclitada ley, un hombre quería ofrecer a Dios un cordero en sacrificio, no podía cambiarlo, aun siendo por otro más hermoso que el que antes escogió. Dios solo quería el que puso en su corazón, cuando quiso hacer la ofrenda.

No se trataba de la calidad del cordero, sino de la intención del corazón. La ofrenda de otro, mejor que el escogido de principio, no solo no mejoraba la obra, sino que la contaminaba con el orgullo y la vanidad personal. Así también en el matrimonio.


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