lunes, 19 de marzo de 2012

MATRIMONIO DE DIVORCIADOS

 

Digo, pues, a los solteros y a las viudas,
que bueno les fuera quedarse como yo;
pero si no tienen don de continencia, cásense,
pues mejor es casarse que estarse quemando.

Pero a los que están unidos en matrimonio,
 mando, no yo, sino el Señor:
 Que la mujer no se separe del marido;
y si se separa, quédese sin casar,
o reconcíliese con su marido;
y que el marido no abandone a su mujer.
(1ª Corintios 7)

Se alega el texto de Corintios, en el que Pablo dice que si el cónyuge infiel quiere continuar la convivencia, no se le despida ni se le abandone según el caso. Pero hay que entender algo importante que se argumenta por muchos: Y esto es para “cristianos”, no par simpatizantes o indiferentes

¿Palizas, agresiones de palabra, desorden, infidelidades más o menos ocultas o disimuladas, y otros muchos etc. ¿son convivencia? Estar temblando de llegar a casa, o de que el otro llegue ¿eso es convivencia?

Vivir continuamente la tortura de sentirse despreciado, vejado y anulado ¿es convivencia? Hay que romper el cascarón, e ir al meollo de las creencias, como hizo Jesús, y tratar cada caso no solo desde el punto de vista de la ley, o sea a rajatabla, sino, tal cómo él los resolvió. Tal dicen algunos contra el criterio de otros, que se mantienen en la letra del mandamiento con todo legítimo rigor.

Si desde el mismo momento del compromiso, este va trufado de reservas mentales y de segundas intenciones, eso no es matrimonio. Es un remedo triste y desgraciado del verdadero matrimonio. Este pone antes que nada el amor a Dios, y el firme propósito de ser fiel al pacto que se concierta, nada menos, que ante el mismo Dios, y con Él.

Se trata de dos personas que conociendo a Dios, se alían para hacer su Santa Voluntad, en el convencimiento que, de hacerlo, serán los beneficiarios de grandes y hermosas bendiciones, y unos hijos que los honrarán y serán también bendecidos por Dios.

Es el divorcio una calamidad que no se puede contemplar con indiferencia. Ponderando solamente los sufrimientos y la indefensión en que quedan los hijos, hemos de decir que los creyentes abominamos del divorcio que, precisamente por su perversión y perjuicio para la vida espiritual y material de las personas, es aborrecido por Dios que nos ama de verdad.

Soy consciente de que me dejo en el tintero muchos aspectos y casuística, sobre este espinoso asunto del divorcio, pero ya hay publicados muchos libros gruesos, sutiles y documentadísimos a los que dirigirse. Yo lo que busco es que esto lo piensen todos los lectores, y que saquen sus conclusiones a la luz del maravilloso Evangelio de Jesús. Yo, como dijo el sabio: «solo sé que no sé nada».

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